jueves, 15 de julio de 2010

No hay más nación que la española

Cuando incié la más bien perezosa andadura de este blog, no tenía demasiadas intenciones de hablar de política y cosas de esas. Desgraciadamente, siempre termina por imponerse la "realidad", o la parte de ella que, previamente manipulada y deformada, nos dan día a día los mass media.

Escribo estas líneas influido no tanto por la marejada y resaca rojigualda de los días pasados, como por mis recientes andanzas montañeras por las cimas del Pallars Sobirá y del departamento francés (¿occitano?) de Haute Ariège, asunto infinitamente más grato sobre el que prometo un post. Unos días que pasé rodeado de gente catalana que se expresaba preferentemente en su lengua materna, es decir, en catalán.

No obstante, a propósito del dichoso Mundial de fútbol, no pudo pasar sin comentar lo que esta misma semana he oído en un telediario de La1. Decía la locutora que era una alegría ver que "por fin" la gente, y sobre todo los más jóvenes, exhiben orgullosos la enseña nacional, que por encima de la política pasa a ser un "símbolo de todos", "apolítico". He aquí como nos cuelan algo tan esencialmente político como la enseña española monárquica (adoptada gustosamente por el franquismo), como si nunca hubiese existido otra "enseña nacional", tricolor, por más señas. Como si la sacrosanta unidad de España que además representa tal enseña no fuese algo político hasta los tuétanos.
Tales son los resortes que utiliza hoy en día cualquier poder estatal dominante: cuela su ideología haciéndola pasar por algo ajeno a lo ideológico y político, como algo tan natural como el aire que respiramos, algo cotidiano y omnipresente. Lo "político", ideológico y, hasta si se quiere, antinatural y anormal será siempre todo lo demás.
Tal cosa debía pensar, pongamos por caso, el grupo de concejales "populares" (¡vaya ironía!) que la noche del domingo pasado tuvieron la humorada de fotografiarse con abundante atavío rojigualda junto a la estatua del lehendakari José Antonio Agirre en la calle Ercilla de Bilbao, y luego colgar las fotos en internet. Ganas le debían tener a quien murió en el exilio por defender democráticamente la causa de los vascos. Eso por no citar el chusco espectáculo que dieron los beneméritos chicos verdeoliva sacando los patrol por las calles donostiarras y coreando insiginias varias por megafonía.
Lo que quería comentar es a propósito de la sentencia del Constitucional, acto supremo, hasta la fecha, del esperpento que ha sido todo el tema del Estatut catalán. Se dice en tal texto que el Tribunal Constitucional "no conoce" otra nación que la española, de donde hemos de decidir que de los Pirineos para abajo es la única posible (Portugal, como sabemos, no existe). Una frasecita, por cierto, muy en cierta línea de pensamiento castellano: a mediados del siglo XV, el cronista Fernán Pérez de Guzmán ya escribió aquello de que "Castilla desprecia cuanto ignora e no conosçe".
Atavismos aparte, lo que hay detrás de tal afirmación -en sí misma de tufo francamente antidemocrático- es una concepción jacobina del estado y la nación digna de Robespierre: a tal estado, tal nación. Si hay un estado llamado España, o Reino de España, para ser más precisos, es menester que le corresponda una única nación, la española. Todo lo que haya por debajo de ella podrá ser región, "nacionalidad", o lo que se quiera, pero siempre como entidad de segundo orden, algo que no "es" plenamente, sino que "es menos".
Por supuesto, detrás de tal jacobinismo hay siempre una premisa: toda parte constitutiva de la nación, empezando por su idioma, es forzosamente mejor y superior a la parte equivalente de la región, "nacionalidad" o lo que se quiera que está por debajo de la nación. Así, pongamos por caso, es intolerable que las instituciones públicas catalanas den preferencia a la lengua catalana, ya que hacer tal cosa sería tratarla en pie de igualdad con el castellano, y la ideología jacobina (un estado = una única nación) es exclusiva y excluyente, sólo admite una única nación, y sólo un idioma.
Así pues, la sentencia del Constitucional termina por cerrar la puerta a cualquier atisbo de convivencia federal, en pie de igualdad, entre los diversos pueblos ibéricos. A largo plazo, queda sólo la asimilación progresiva, endulzada por alguna que otra victoria deportiva de tanto en tanto, o la independencia. Ellos sabrán.