viernes, 13 de agosto de 2010

Esta gris época que nos ha tocado vivir

Decididamente, no me gusta el verano. O mejor dicho, ha llegado a no gustarme, lo mismo que las Navidades. A saber dónde quedaron aquellos veranos de cuando era niño. Una vez acabadas las clases, por delante quedaban dos meses sin más obligación que pasarnos todo el santo día en la calle, libres y felices. La bicicleta, producto habitual pero aún no devaluado en aquella época en la aprendíamos a ser consumistas, era un aliado imprescindible, fiel e incondicional.
Ignoro el por qué, pero en verano vivo en una suerte de inquietud y frustración permanente. De todas partes me bombardean con mensajes de que es época de relajarse y disfrutar, pero como no soporto el calor ni las multitudes, y aún menos achicarrar mis carnes bajo el ardiente sol, mis oportunidades de "relajarme" se reducen drásticamente en el momento en que, por paradoja, de más tiempo libre dispongo.
Pero hay algo más. Durante el resto del año, el enjambre de ocupaciones y preocupaciones varias suele mantenerme ocupado -y con la cabeza atenta a asuntos pretendidamente importantes-, pero cuando llega este ocio forzado siento como nunca la profunda vacuidad de este época gris que me ha tocado vivir.
Ya, ya sé que suena a egoísta hablar de "época gris" cuando para buena parte de la población del planeta es francamente negra (pero, ¿hubo alguna vez épocas doradas para la humanidad?), pero hace mucho que dejé de tener los escrúpulos que de niño nos metían las monjitas del colegio cuando no queríamos terminarnos la comida, que a menudo era detestable. Nosotros, nos decían, éramos unos privilegiados porque comíamos caliente tres veces al día, amén de merienda, mientras que en África los pobres niños se morían de hambre, así que, por una suerte de imperativo categórico moral tenías que terminarte aquel repugnante puré de patatas, que me acostumbré a tragar bien caliente aun a riesgo de abrasarme el esófago, porque, una vez frío, ni bajo amenaza de excomunión hubiese podido con semejante bazofia. No es que no me importe la suerte, muy negra, de millones de personas, pero he terminado por detestar todas las triquiñuelas hipócritas que usan tantos habitantes del llamado Primer Mundo para tranquilizar sus conciencias. Como terminarse el dichoso puré y poner parte de la paga semanal en el sobrecito del Domund -¡ay, las monjitas!- y luego seguir como si tal cosa. Lo del Domund todavía tiene su lado práctico, ya que a alguien le llegará parte de la ayuda, pero lo tragarse el puré ha llegado a perecerme una estupidez.
Quizá hablar de época gris no es lo más adecuado. ¿Época de encrucijada? Vivimos en un momento lleno de incertidumbres. Las grandes ideologías-guía han muerto, y aún no ha surgido ninguna que venga a sustituirlas de modo coherente. Yo añoro a menudo a nuestros bisabuelos, gente que aceptaba las certidumbres con una fe que a veces resulta conmovedora (aunque demasiado a menudo terminase por ser letal, todo hay que decirlo). Me da envidia, y me conmueve, alguien como Lauaxeta, no exento de contradicciones (¿qué ser humano no las tiene?), pero que abrazaba con fervor religioso la causa que creía justa. Quizá no amo menos lo que él amaba, pero desde luego no tengo su ingenuidad. Soy hijo de mi época, demasiado listillo, o demasiado postmoderno, si se prefiere.
Cuando Marguerite Yourcenar emprendió la larga y laboriosa redacción de su prodigioso Memorias de Adriano, dijo que sobre todo quería hacer la foto de aquel curioso período, "de Cicerón a Marco Aurelio", en el que la gente ya no creía en los viejos dioses, pero aún no creía en los nuevos (que terminaron por reducirse a uno que, eso eso sí, es tres al mismo tiempo), en la que hombre estuvo solo, abandonado a sí mismo. A veces tengo la sensación de que nuestra época es similar.
Hemos abandonado las viejas creencias: hoy, en el mundo occidental, ¿quién está dispuesto a ser mártir e inmolarse por causa alguna? No es cuestión de falta de valor (y, ojo, no soy ningún defensor del martirio como forma de autosublimación), más bien de falta de confianza verdadera en aquello que creemos creer.
Basta por hoy.