miércoles, 17 de noviembre de 2010

Ignoro si la partida del Cura Santa Cruz anda tan desesperada y escasa de hombres, mosquetes y pólvora como dicen, o si es que de verdad se lo han pensado mejor, lo de andar pegando escopetazos por el monte. Si lo primero fuese cierto, crudo lo tenemos, porque las huestes alfonsinas parecen empeñadas en un nueva victoria por KO del contrario, algo que sería funesto. De la derrota de 1876 surgió el primer indepentismo vasco coherente, y de la de 1937 un movimiento aún más coherente, pero en ambas fue mucho, demasiado, lo que se perdió. De la de 2010, 2011, 2012... no creo que saliese ya cosa buena.

Leo hoy en varios medios digitales que la abogada Arantza Zulueta, detenida en abril en una operación contra abogados varios, se ha puesto en huelga de hambre para denunciar las brutales condiciones de aislamiento a que se ve sometida en presidio, donde está en prisión provisional. A Otegi tampoco le hacen cómoda la vida, y lo trasladan de prisión...
Entretanto, en la tele nos cuentan que Obama le ha dado a un soldado no sé qué medalla que sólo dan a los carniceros más cualificados -desde la matachina de Vietnam no la daban-. El mocetón, con cara de haber sido cebado a base de gano de maíz y mantequilla de cacahuetes, se cepilló a un montón de fieros "talibanes" en una operación de rescate en la que encima murieron los rescatados. Mientras nos venden semejante historia, cientos de personas que moralmente no han hecho nada peor -aunque luchaban por su país, no en una guerra colonial- se pudren en las cárceles.
Y como no se doblegan por mucho tratamiento fies que les den, es que algo de razón tendrán.

martes, 16 de noviembre de 2010

Canossa

En Berria, la única gaceta en lengua vascongada, ayer salió una interesante columna de opinión de la escritora de Tierra de Vascos (así se llamaba antes a Iparralde) Itxaro Borda, intitulada Canossa.

Trasladada a lengua castellana, dice así, poco más o menos:

En las páginas de los periódicos ciobernéticos europeos sacan lo que dijo Otegi en su proceso madrileño: rechazamos el uso de la violencia a la hora de poner en marcha un proyecto político. El abogado sudafricano Brian Currin anda desgañitándose aquí y allá por Euskal Herria -¿o sólo por Euskadi?- para que empiecen las conversaciones de paz, pero el gobierno español sigue haciéndosele el sordo. Diálogo hay, pero de sordos.
Ya hace años que los partidos políticos de Castilla excomulgaron a Batasuna, a fin de hacerse con el poder afianzados en el epicentro del desastre que ha dejado su desaparición. Hoy hoy por hoy, Zapatero no tiene de qué arrepentirse: exige un abandono definitivo e incondicinal de las armas a la organización clandestina que ya ha sacado cerca de media docena de comunicados a fin de perfilar su famosa tregua. A mi toda esta historia me lleva casi hasta el primero milenio.
En 1070, durante la Querella de las Investiduras, el papa Gregorio VII excomulgó al emperador germánico, al vigoroso Enrique IV. La consecuencia fue que el emperador, atravesando los Alpes nevados, hubo de ir hasta el castillo de Canossa a perdir perdón al pontífice romano. De rodillas. Nunca nadie había humillado a un rey a tal punto.
Bien pudiera ser que tuviéramos nosotros también nuestra Canossa, pero, ¿dónde?

Mi torpe traslación apenas da un pálido reflejo del estilo denso pero afilado de Itxaro Borda. Por otra parte, con "diálogo de sordos" he intentado reproducir el juego de palabras intraducible del original: en vez de elkarrizketa ("diálogo, conversación", de elkar, pronombre recíproco, e hizketa "discurso hablado", es decir, el "discurso que las personas hacen unas con otras") escribe elkorrizketa, donde el primer término del compuesto es elkor, "árido, seco, estéril".
Por otra parte, aquí pueden hallar sus mercedes información más extensa sobre el famoso episodio. "¡No iremos a Canossa!" gritaban los liberales del XIX para proclamar la independencia del poder civil y laico...

sábado, 13 de noviembre de 2010

¡Cronifiquemos el conflicto vasco!

La semana que va a acabar ha sido intensa por lo que respecta al llamado conflicto vasco: el famoso reportaje de La Sexta, el juicio a Otegi y otros peligrosos terroristas, la declaración de Eguiguren, lo que la presidenta de la AVT le espetó a la mujer de éste, que si Currinn dice o deja de decir... Los más optimistas hablan de que sí, de que el final de la cosa está cerca.
Pues yo no lo tengo nada claro. Es más, soy partidario de convertir el conflicto vasco en una suerte de enfermedad crónica de baja intensidad. El sabio Epicuro, filósofo hedonista que se pasó toda su vida enfermo pero murió viejo, ya decía que en tales enfermedades se encuentra mucho de placer. Además de que, digan lo que digan, la cosa parece que va para largo: de hacer caso al inefable Rubalcaba, los últimos detenidos y procesados no saldrán antes del 2048... Aprovechemos el tiempo haciendo algo positivo, pues.
Además, una solución razonable a la cosa tendría efectos colaterales totalmente indeseados: ¿dónde recolocaremos a tanto picolo, policía y guardaespaldas? ¿Cuántos periodistas, opinadores y etólogos tendrán que enfrentarse a la cruda realidad, al vacío de no tener sobre qué vomitar? ¿Qué decir de la AVT, o de la recién resucitada Gesto por la Paz? La semana pasada TeleMadrid nos ilustró con un interesante reportaje sobre la diáspora vasca, en el que hablaba un guardaespaldas que decía estar "profundamente preocupado" con la última tregua-altoelfuego-suspensióndeaccionesarmadas-loquesea de la ETA. Vaya para él toda nuestra solidaridad y compensión, porque quedarse en la p..... calle con 40 tacos y sin curro es una jugarreta, sí señor.
Así que dejémosnos de arreglos, paces ni rendiciones, y cronifiquemos la cosa. Además de evitar los males reseñados arriba, la prolongación de un conflicto crónico de baja intensidad traería otro tipo de ventajas. Por ejemplo, fomentar el turismo en el País Vasco ahora que el Guggenheim no atrae tanta gente. El Gobierno Vasco incluso podría volver a fichar a Rosa Díez como Consejera de Turismo. Ven y vívelo sería el lema de la nueva campaña.
Así, si en Corleone venden figuritas de capos varios para regocijo de los turistas, no vemos por qué no vamos a hacer algo similar y poner nosotros a la venta muñequitos encapuchados, os sustuir los ya rancios vasquitos y nesquitas por borroquitas y zipayitos. Los de Kukuxumuxu podrían también aportar lo suyo con una nueva colección de camisetas: la cúpula de la Cosa jugando al mus, unos guardias civiles, con tricornio y todo, corriendo detrás de los sarfemineros, la Brigada Móvil hostiando a un rebaño de simpáticas ovejitas jarraitxus...
Así mismo, podríamos organizar tours guiados. Después de embucharse unos pintxos postmodernos en lo viejo, los turistas podrían visitar algunos de los más temibles feudos del abertxalismo radical y sentir emociones aún más fuertes que las de PortAventura. Los nativos podrían ser contratados para atacar los autobuses: usando efectos especiales, nadie saldría herido y el espectáculo podría quedar la mar de auténtico. En Hernani, por ejemplo, se podría poner a la venta un bono que incluyese visita al Chillida Leku y luego una cena en la herriko taberna local.
Si en Toledo o en Nürenberg los turistas sienten una deliciosa sensación de miedo (¡hay que ver lo morbosos que somos!) visitando exposiciones de antiguos instrumentos de torturas, algo análogo podríamos hacer nosotros también. Para ello sería necesaria la colaboración de la Benemérita, de por sí poco dada a las jornadas de puertas abiertas, pero a cambio de unos presupuestos aprobados todo se consigue. Así, tras el emocionante tour por los suburbios del terror, los turistas sentirían emociones ya verdaderamente heavies visitando La Salve o el Palacio de La Cumbre, e incluso pasar una noche en el cuartel de Intxaurrondo. Y para los más atrevidos, una sesión de bolsa, bajo supervisión médica (así recolocaríamos a algunos forenses especializados en que luego no se note nada), y para los deportistas una ruta en BTT por los alrededores del antiguo cuartel de Endarlatza.
También podríamos renovar el stock de fiestas y celebraciones vascas, que ya está muy visto, y organizar el Día de la Condena, que daría un aire nuevo a los carnavales locales. Tras emborracharnos todos y condenar con toda la solemnidad debida, se procedería a la quema pública de Miel Otxin, por no condenar.
Tampoco vamos a descuidar el ámbito académico y dejar a los jonjuaristis, edurneuriartes y otros savateres de turno sin nada qué hacer. De hecho, podríamos reunir en una carrera específica los estudios de etología, hasta ahora tan dispersos, con asignaturas tan interesantes como "Ergatividad y violencia vasca", "Para una interpetación queer del terrorismo", "Los bagaudas vascones del siglo V: la democracia romana amenazada" o "De la cuadrilla al comando pasando por la sociedad gastronómica: una aportación al análisis del gregarismo vasco".
Todo esto, claro está, no son más que unas humildes sugerencias, abiertas a nuevas aportaciones. A más de un uno incluso podrá parecerle de mal gusto, pero la cuestión es que nunca pretendimos tener buen gusto alguno.

Post Scriptum. Sobre el nombre akelarre y otras cosas

La palabra akelarre aparece por vez primera en las declaraciones del juicio de Logroño, así como en la sentencia leída públicamente. Sin embargo, el texto que más la difundió fue la anónima y credulísima Relación del ... Auto de la Fee, publicada en Logroño por Juan de Mongastón en 1611. De ahí la tomó el juez vesánico Pierre de Lancre, que la cita en su narcisista libro Tableau del'inconstance..., que a su vez fue la principal fuente de información del historiador decimonónico Michelet. El folleto de Mongastón fue conocido y leído con volteriana fruición en los círculos ilustrados del finales del XVIII, y de hecho fue una importante fuente de inspiración para las pinturas y grabados de tema brujeril de Goya. Moratín, amigo de Goya, quien pintó su retrato, hoy conservado en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, reeditó el texto famoso añadiendo sabrosas notas de sabor volteriano y descreído. Goya, a lo que se ve, tenía menos confianza que su amigo literato en el poder de la razón.

Pues bien, a principios del siglo XX ejercía de médico en el valle de Baztan y los pueblos de Xareta (Zugarramurdi y Urdazubi) Fermín Irigarai, quien firmaba sus artículos en euskera como Larreko. Interesado en el tema de la toponimia, hizo sus pesquisas entre los vecinos de Zugarramurdi para localizar el famoso prado del akelarre. Debe señalarse que hace un siglos el tema de los famosos procesos de hechicería estaba totalmente olvidado entre los vecinos de Zugarramurdi y pueblos vecinos, y que, para sorpresa de Irigarai, además nadie conocía lugar alguno conocido como Akelarrea. Sí, en cambio, el lugar de Alkelarrea.

Ya más de una vez se ha señalado que akelarre es una palabra extraña, puesto que según las leyes fonéticas del euskera (y la fonética es precisa como las matemáticas), el compuesto de aker "macho cabrío, chivo" y larre "prado, campa" debería ser akerlarre. Más conforme con la fonética vasca es el término -éste sí, con visos de ser vedadaremente popular- con que en Bizkaia se ha designado al lugar de reunión de las brujas: Eperlanda, de eper "perdiz", y landa "pradera, campa".
Por lo que respecta a alkelarre, se trata de un topónimo bien inocente, puesto que designa un prado donde crece la hierba llamada en euskera alke-belarra, conocida en castellano como grama de penachos (Dactylis glomerata), muy apreciada por los pastores vascos y que ha dejado abundante toponimia en Euskal Herria: el pueblo guipuzcoano de Alkiza es uno de ellos.

Hennningsen no sabe euskera, pero puesto en la pista por Mikel Azurmendi investigó el asunto y encontró que en la documentación notarial de Zugarramurdi (apeos de tierras, contratos de ventas, arrendamientos, etcétera) efectivamente aparece numerosas veces el lugar de Alkelarrea, antes y después del famoso proceso. Y a principios del siglo XX también, como hemos visto.

Así pues, según todas las evidencias, lo de convertir un topónimo pastoril en un peligroso centro de reunión de brujos en torno al diablo en forma de macho cabrío (imagen procedente de la literatura teológica culta que contaminó las creencias del pueblo, y no al revés) fue una deliberada manipulación de algún eclesiástico euskaldun. Los candidatos más seguros son fray León de Aranibar, abad de Urdazubi (la persona que casi con toda seguridad cursó denuncia al Santo Oficio, aunque luego se retractó de su credulidad brujeril, convencido por Venegas y Salazar), o bien el tétrico párroco de Bera, Lorenzo de Hualde, uno de los que más hicieron por avivar el fuego de las hogueras.

El mismo Venegas sabía bien de qué hablaba cuando en un informe escribió:

"Aunque el mismo Licenciado Alvarado visitó las Cinco Villas y otros lugares con su misma persona, no se entendió en ellas hubiese ninguna persona inficionada de esta mala secta. Y con haber muchas personas ancianas en ellas, ninguna sabía qué cosa era ser brujo, ni cosa que oliese a esta mala arte, ¡ni qué cosa era aquelarre!"

Por otra parte, las descripciones de los akelarres y otras fechorías brujeriles que encontramos en la documentación del proceso de Zugarramurdi dicen poco sobre las creencias de las gentes del pueblo llano de entonces: en un 95% responden a lo que los eclesíasticos encontraban en los tratados eruditos sobre el tema, con el famoso Malleus maleficarum a la cabeza. De hecho, lo que supuestamente hacían los brujos vascongados se parece como una gota de agua a lo que hacían sus colegas hechiceriles de la Lorena francesa, de Westfalia o, ya a fines del siglo XVII, en Salem y otros lugares de la colonia de Nueva Inglaterra.

Lo que sí hay es algo de color local: aquellas pobres gentes colorearon su lavado de cerebro con algunas creencias populares locales, como que las brujas provocan el malicioso y destructivo viento sur -hego haizea en euskera-, pero lo más espectacular es que encontramos cuentos populares sobre brujas y otros seres, que han sido recogidos siglos después por folcloristas, y que los baserritarras siempre cuentan con cierta retranca y añadiéndoles el prescriptivo omen del euskera, "Dicen que...". La diferencia es que para gentes como De Lancre, Del Valle Alvarado o Lorenzo de Hualde se trataba ni más ni menos que de hechos positivos.

La anciana María de Zozaia, natural de Rentería, que murió de enfermedad en la prisión de Logroño, fue una auténtica mina de información para aquellos clérigos tan cultos y letrados como crédulos, ya que llega a hacerse protagonista a sí misma. Así, en la Relación anónima leemos:

"Y por dar fin a tantas y tan grandes maldades con la bruja de la caza, entre otras cosas que refiere la dicha María de Zozaya, declara que, habiendo en la villa de Rentería un clérigo cazador, muchas veces cuando iba a la caza le decía: Señor compadre, mate muchas liebres para que nos dé lebrada a todos. Y luego se iba a casa, y habiéndose untado con el agua hedionda que se untaba para ir al aquelarre, caminaba hacia la parte donde iba el dicho clérigo, y el demonio la ponía en forma de liebre, y arremetiendo contra ella los galgos, corría por los campos haciéndoles muchas burlas, vueltas y revueltas hacia todas partes, con lo que el clérigo y las demás personas que con él iban andaban desatinados, corriendo tras los perros, porque siempre revolvía hacia donde andaban los cazadores, con que con mayores voces y furias la perseguían, y no cesaba de hacerles burlas hasta que los galgos y cazadores cansados la dejaban...".

Esto, contado a los señores inquisidores como un hecho real (y sería bien curioso saber cómo lo hizo en euskera, pues María de Zozaia era euskaldun monolingüe y necesitó de intérprete), no es más que la versión más antigua que nos ha llegado del cuento popular conocido como Mateo Txistu, Apaiz Beltza (el "cura negro"), Salomon Apaiza, etcétera.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Dos hombres honrados

Hace unas semanas había quedado en Madrid a una comida con buena compañía. Por el camino, entré en una librería (una de las muchas formas que para mi podría tomar el paraíso), y he aquí que me encontré con la reedición de un libro que había leído hace mucho tiempo, y que desde hacía mucho también trataba en vano de encontrar. Se trata de una monografía histórica del antropólogo e historiado danés Gustav Henningsen: El abogado de las brujas: Brujería vasca e inquisición (Alianza Editorial, 2010, 1ª ed., 1980; la edición original inglesa es de 1980, y la danesa de 1981).
A finales de la década de los 60, el entonces joven Henningsen andaba investigando en el Archivo Histórico Nacional tras las pistas dejadas atrás por don Julio Caro Baroja, cuando hizo un afortunado hallazgo: los papeles del inquisidor Alonso de Salazar y Frías, traspapelados desde hacía más de un siglo, desde su traslado del castillo de Simancas. La figura de este inquisidor no era desconocida -la dio a conocer el historiador decimonónico de la Inquisición española, Lea, y Caro Baroja también había escrito sobre él-, pero el nuevo dossier aportaba una visión de detalle del asunto inédita, espectacular.
Antes de seguir, una aclaración. Desde muy joven, mi interés por las cosas vascas me llevó a interesarme por el tema de la brujería vasca, inserta en el contexto de la salvaje caza de brujas que sacudió el mundo occidental en los siglos XVI y XVII (la supuestamente oscura y tenebrosa Edad Media se libró de hecho se semejante locura, que en realidad alcanzó su apogeo en sospechosa coetaneidad con la Reforma protestante y la Contrarreforma católica). No soy, obviamente, un experto en el tema, pero he leído mucho sobre ello, y debo decir que mis opiniones van pr el lado de lo que hoy en día defienden los mejores expertos en la materia (Henningsen a la cabeza): el Diablo, los aquelarres, los vuelos nocturnos y toda aquel pavoroso sueño de la razón que tan bien pintó Goya fueron, más que nada, una invención de las gentes cultas, fuesen clérigos o laicos. Hoy nadie serio cree siquiera en las teorías que hablaban de cultos criptopaganos y feministas, por desgracia tan en boga entre mis gentes. Pero quien mejor lo expresó fue el propio Salazar y Frías: "No hubo brujos ni embrujados hasta que se comenzó tratar y escribir de ellos".
Rememoraré brevemente los hechos. Allá por 1609, una moza que respondía al nombre de María Chipia huye de la tierra de Labourd, donde el psicópata juez francés (aunque de estirpe vasca) Pierre de Lancre andaba quemando brujas a docenas, y termina contagiando la locura a los vecinos de la navarra Zugarramurdi. Alguien (probablemente el abad de Urdazubi) avisa al Santo Oficio y un buen número de los vecinos del pueblecito acaban dando con sus huesos en las prisiones inquisitoriales de Logroño, donde fueron juzgados. Apenas se usó la tortura (la Inquisición española era de hecho mucho más benigna en su uso que cualquier tribunal civil de la época), pero con un dato queda dicho todo: aquellos que confesaron todo lo que se les sugirió (adornado por ellos mismos con cuentos varios del folklore euskaldun recogidos siglos más tarde por clérigos inocuos como Azkue o Barandiaran), recibieron penas leves; quienes se negaron a "confesar" fueron quemados en famoso auto de fe por impenitentes. Lo malo, claro, es que confesar incluía denunciar a medio pueblo.
El problema es que la cosa se extendió y al cabo de pocos meses toda la Montaña de Navarra y parte de Gipuzkoa estaban sumida en una verdadera crisis brujeril: las "confesiones" se contaban por miles. El siniestro mecanismo de la "caza de brujas" se había puesto en marcha, y todo parecía presagiar que las víctimas se iban a contar por centenares e incluso miles, como ocurría por entonces en otras partes de Europa.
El tribunal de Logroño estaba formado por tres inquisidores: Alonso de Becerra y Juan del Valle Alvarado, con largos años de servicio a sus espaldas, y el recién llegado Salazar y Frías. Los dos primeros eran completamente crédulos, no así Salazar, quien sin embargo apenas pudo hacer nada para frenar el furor antibrujeril de sus colegas. Él mismo contaría luego cómo tuvo que incitar a algunos de los acusados a que confesasen, como único modo de salvar sus vidas.
No obstante, un tiempo después Salazar movió hilos y se valió de amistades y consiguió poderes extraordinarios del Consejo Supremo de la Inquisición para iniciar una monumental investigación sobre el terreno en los valles del norte de Navarra y de Gipuzkoa, que ya conocía de antes, por temas judiciales que hoy calificaríamos de civiles. Provisto de un equipo de ayudantes, en el que tenían un peso esencial los intérpretes (en aquella época la mayoría de la gente euskaldun era monolingüe), durante largos meses recorrió aquellas tierras valle a valle, interrogando a miles de testigos. En sus demoledores informes demostró que todo aquello era una auténtica chifladura, sembrada principalmente por las gentes de iglesia.
Tras dura batalla legal, ya que tuvo numerosos enemigos, sus revolucionarias tesis prevalecieron, y en 1614 la Suprema proclamaba un Edicto de Silencio: en adelante, se prohibía predicar sobre el tema de brujería, y literalmente se ordenaba archivar toda denuncia al respecto. En este documento, la Inquisición llegaba a hacer autocrítica pública, caso insólito en sus tres siglos y medio de existencia. Si tenemos en cuenta que el clímax de la gran Caza de Brujas europea tuvo lugar entre 1630-1650, puede decirse que la actuación de aquel clérigo nacido en Jaén salvó la vida a cientos, quizá miles, de aquellas pobres gentes vascongadas, de las que siempre habla con simpatía.
Hay que decir que no estuvo solo del todo. Las dudas que tenía al principio sobre la realidad de la brujería se las despejó quien por entonces era Arzobispo de Pamplona: Antonio de Venegas y Figueroa. Ya antes de tener noticia de los escrúpulos escépticos de Salazar había iniciado su particular cruzada contra la caza de brujas, animando a los acusados como brujos a denunciar a sus denunciantes por difamación, hasta el punto de poner de su parte al poderoso Consejo Real de Navarra. En una visita pastoral por los valles atlánticos de Navarra y por Gipuzkoa, que entonces se incluía casi por entero en la diócesis de Pamplona, intentó calmar los ánimos, aunque con la Diputación de Gipuzkoa no pudo, ya que ésta siguió reclamando carne asada de sorgina incluso después de proclamarse el Edicto de Silencio. Como bien señala Henningsen, para llevarle la contraria al Santo Oficio hacía falta tener un valor muy templado, por muy hijo de Grandes de España y ex-inquisidor que se fuese, como lo era Venegas.
Del modo de pensar de este peculiar eclesiástico da fe el concurso poético del Corpus Christi de 1609 y 1610, la versión postridentina de los concursos literarios de ahora. En las bases del mismo Venegas pidió que se presentasen obras en euskera, y que fuesen para ellas los premios mejor dotados, "porque celebrándose en este Reyno de Navarra la solemnidad de esta fiesta, no es razón que la lengua matriz del Reyno quede desfavorecida". Venegas no era ni euskaldun ni de la tierra, y murió de obispo en Sigüenza, pero tuvo este gesto hoy olvidado. Por ello, nadie entendió a Barandiaran: tenía que hablar en Bera en un homenaje a Caro Baroja, y alguien (euskaldun) le sugirió la conveniencia de hacerlo en castellano, ya que no todos los asistentes iban a entender el eukera. "No es razón", contestó en castellano el ataundarra. Ambos datos no los da Henningsen, pero me parecen aportar luz al personaje, y no escasa.
La verdad es que el libro no ha sido muy comentado en tierras vascas. Quizá porque muchos prefieren recrearse en los pastiches neobrujeriles de sorgiñas feministas y queer avant la lettre, en una suerte de versión local del rollo anglosajón de la wikka pseudocéltica, y otros porque las "instituciones" vascas del momento no salen muy bien paradas, ya que pedían sangre a toda costa. Conocido es el caso del ayuntamiento de Hondarribia, empeñado en procesar supuestas brujas por su cuenta, y al que el mismísimo Salazar tuvo que amenazar con la excomunión para que desistiese de su empeño. Después de todo, que la palabra vasca más supuestamente universal, akelarre, fuese una interesada manipulación de ciertos clérigos, hiere el orgullo patrio. Porque lo cierto es que en Zugarramurdi nunca hubo un lugar llamado Akelarre, como ya sospechó hace muchos años el médico y euskaltzale Fermin Irigarai, Larreko, y luego ha demostrado Henningsen. De hecho, las famosas cuevas no aparecen citadas para nada ni en los procesos de Logróño ni en las posteriores y minuciocísimas investigaciones de Salazar.
El lamentable prólogo de Mikel Azurmendi, hoy azote de abertzales y antes atinado antropólogo, que también ha escrito muy atinadamente sobre la brujería vasca, no creo que ayude a esta nueva reedición del libro de Henningsen, y es una pena. Porque es un monumento a dos hombres justos que además tuvieron poder y supieron usarlo para bien de todos. A ellos y a aquellas personas como Domingo de Subildegi o Maria Baztan de La Borda, quienes, por usar la jerga inquisitorial, prefirieron ser relajados en persona, es decir, quemados vivos, a confesar lo que nunca hicieron. Y a quienes confesaron también, porque también fueron víctimas.