viernes, 12 de noviembre de 2010

Dos hombres honrados

Hace unas semanas había quedado en Madrid a una comida con buena compañía. Por el camino, entré en una librería (una de las muchas formas que para mi podría tomar el paraíso), y he aquí que me encontré con la reedición de un libro que había leído hace mucho tiempo, y que desde hacía mucho también trataba en vano de encontrar. Se trata de una monografía histórica del antropólogo e historiado danés Gustav Henningsen: El abogado de las brujas: Brujería vasca e inquisición (Alianza Editorial, 2010, 1ª ed., 1980; la edición original inglesa es de 1980, y la danesa de 1981).
A finales de la década de los 60, el entonces joven Henningsen andaba investigando en el Archivo Histórico Nacional tras las pistas dejadas atrás por don Julio Caro Baroja, cuando hizo un afortunado hallazgo: los papeles del inquisidor Alonso de Salazar y Frías, traspapelados desde hacía más de un siglo, desde su traslado del castillo de Simancas. La figura de este inquisidor no era desconocida -la dio a conocer el historiador decimonónico de la Inquisición española, Lea, y Caro Baroja también había escrito sobre él-, pero el nuevo dossier aportaba una visión de detalle del asunto inédita, espectacular.
Antes de seguir, una aclaración. Desde muy joven, mi interés por las cosas vascas me llevó a interesarme por el tema de la brujería vasca, inserta en el contexto de la salvaje caza de brujas que sacudió el mundo occidental en los siglos XVI y XVII (la supuestamente oscura y tenebrosa Edad Media se libró de hecho se semejante locura, que en realidad alcanzó su apogeo en sospechosa coetaneidad con la Reforma protestante y la Contrarreforma católica). No soy, obviamente, un experto en el tema, pero he leído mucho sobre ello, y debo decir que mis opiniones van pr el lado de lo que hoy en día defienden los mejores expertos en la materia (Henningsen a la cabeza): el Diablo, los aquelarres, los vuelos nocturnos y toda aquel pavoroso sueño de la razón que tan bien pintó Goya fueron, más que nada, una invención de las gentes cultas, fuesen clérigos o laicos. Hoy nadie serio cree siquiera en las teorías que hablaban de cultos criptopaganos y feministas, por desgracia tan en boga entre mis gentes. Pero quien mejor lo expresó fue el propio Salazar y Frías: "No hubo brujos ni embrujados hasta que se comenzó tratar y escribir de ellos".
Rememoraré brevemente los hechos. Allá por 1609, una moza que respondía al nombre de María Chipia huye de la tierra de Labourd, donde el psicópata juez francés (aunque de estirpe vasca) Pierre de Lancre andaba quemando brujas a docenas, y termina contagiando la locura a los vecinos de la navarra Zugarramurdi. Alguien (probablemente el abad de Urdazubi) avisa al Santo Oficio y un buen número de los vecinos del pueblecito acaban dando con sus huesos en las prisiones inquisitoriales de Logroño, donde fueron juzgados. Apenas se usó la tortura (la Inquisición española era de hecho mucho más benigna en su uso que cualquier tribunal civil de la época), pero con un dato queda dicho todo: aquellos que confesaron todo lo que se les sugirió (adornado por ellos mismos con cuentos varios del folklore euskaldun recogidos siglos más tarde por clérigos inocuos como Azkue o Barandiaran), recibieron penas leves; quienes se negaron a "confesar" fueron quemados en famoso auto de fe por impenitentes. Lo malo, claro, es que confesar incluía denunciar a medio pueblo.
El problema es que la cosa se extendió y al cabo de pocos meses toda la Montaña de Navarra y parte de Gipuzkoa estaban sumida en una verdadera crisis brujeril: las "confesiones" se contaban por miles. El siniestro mecanismo de la "caza de brujas" se había puesto en marcha, y todo parecía presagiar que las víctimas se iban a contar por centenares e incluso miles, como ocurría por entonces en otras partes de Europa.
El tribunal de Logroño estaba formado por tres inquisidores: Alonso de Becerra y Juan del Valle Alvarado, con largos años de servicio a sus espaldas, y el recién llegado Salazar y Frías. Los dos primeros eran completamente crédulos, no así Salazar, quien sin embargo apenas pudo hacer nada para frenar el furor antibrujeril de sus colegas. Él mismo contaría luego cómo tuvo que incitar a algunos de los acusados a que confesasen, como único modo de salvar sus vidas.
No obstante, un tiempo después Salazar movió hilos y se valió de amistades y consiguió poderes extraordinarios del Consejo Supremo de la Inquisición para iniciar una monumental investigación sobre el terreno en los valles del norte de Navarra y de Gipuzkoa, que ya conocía de antes, por temas judiciales que hoy calificaríamos de civiles. Provisto de un equipo de ayudantes, en el que tenían un peso esencial los intérpretes (en aquella época la mayoría de la gente euskaldun era monolingüe), durante largos meses recorrió aquellas tierras valle a valle, interrogando a miles de testigos. En sus demoledores informes demostró que todo aquello era una auténtica chifladura, sembrada principalmente por las gentes de iglesia.
Tras dura batalla legal, ya que tuvo numerosos enemigos, sus revolucionarias tesis prevalecieron, y en 1614 la Suprema proclamaba un Edicto de Silencio: en adelante, se prohibía predicar sobre el tema de brujería, y literalmente se ordenaba archivar toda denuncia al respecto. En este documento, la Inquisición llegaba a hacer autocrítica pública, caso insólito en sus tres siglos y medio de existencia. Si tenemos en cuenta que el clímax de la gran Caza de Brujas europea tuvo lugar entre 1630-1650, puede decirse que la actuación de aquel clérigo nacido en Jaén salvó la vida a cientos, quizá miles, de aquellas pobres gentes vascongadas, de las que siempre habla con simpatía.
Hay que decir que no estuvo solo del todo. Las dudas que tenía al principio sobre la realidad de la brujería se las despejó quien por entonces era Arzobispo de Pamplona: Antonio de Venegas y Figueroa. Ya antes de tener noticia de los escrúpulos escépticos de Salazar había iniciado su particular cruzada contra la caza de brujas, animando a los acusados como brujos a denunciar a sus denunciantes por difamación, hasta el punto de poner de su parte al poderoso Consejo Real de Navarra. En una visita pastoral por los valles atlánticos de Navarra y por Gipuzkoa, que entonces se incluía casi por entero en la diócesis de Pamplona, intentó calmar los ánimos, aunque con la Diputación de Gipuzkoa no pudo, ya que ésta siguió reclamando carne asada de sorgina incluso después de proclamarse el Edicto de Silencio. Como bien señala Henningsen, para llevarle la contraria al Santo Oficio hacía falta tener un valor muy templado, por muy hijo de Grandes de España y ex-inquisidor que se fuese, como lo era Venegas.
Del modo de pensar de este peculiar eclesiástico da fe el concurso poético del Corpus Christi de 1609 y 1610, la versión postridentina de los concursos literarios de ahora. En las bases del mismo Venegas pidió que se presentasen obras en euskera, y que fuesen para ellas los premios mejor dotados, "porque celebrándose en este Reyno de Navarra la solemnidad de esta fiesta, no es razón que la lengua matriz del Reyno quede desfavorecida". Venegas no era ni euskaldun ni de la tierra, y murió de obispo en Sigüenza, pero tuvo este gesto hoy olvidado. Por ello, nadie entendió a Barandiaran: tenía que hablar en Bera en un homenaje a Caro Baroja, y alguien (euskaldun) le sugirió la conveniencia de hacerlo en castellano, ya que no todos los asistentes iban a entender el eukera. "No es razón", contestó en castellano el ataundarra. Ambos datos no los da Henningsen, pero me parecen aportar luz al personaje, y no escasa.
La verdad es que el libro no ha sido muy comentado en tierras vascas. Quizá porque muchos prefieren recrearse en los pastiches neobrujeriles de sorgiñas feministas y queer avant la lettre, en una suerte de versión local del rollo anglosajón de la wikka pseudocéltica, y otros porque las "instituciones" vascas del momento no salen muy bien paradas, ya que pedían sangre a toda costa. Conocido es el caso del ayuntamiento de Hondarribia, empeñado en procesar supuestas brujas por su cuenta, y al que el mismísimo Salazar tuvo que amenazar con la excomunión para que desistiese de su empeño. Después de todo, que la palabra vasca más supuestamente universal, akelarre, fuese una interesada manipulación de ciertos clérigos, hiere el orgullo patrio. Porque lo cierto es que en Zugarramurdi nunca hubo un lugar llamado Akelarre, como ya sospechó hace muchos años el médico y euskaltzale Fermin Irigarai, Larreko, y luego ha demostrado Henningsen. De hecho, las famosas cuevas no aparecen citadas para nada ni en los procesos de Logróño ni en las posteriores y minuciocísimas investigaciones de Salazar.
El lamentable prólogo de Mikel Azurmendi, hoy azote de abertzales y antes atinado antropólogo, que también ha escrito muy atinadamente sobre la brujería vasca, no creo que ayude a esta nueva reedición del libro de Henningsen, y es una pena. Porque es un monumento a dos hombres justos que además tuvieron poder y supieron usarlo para bien de todos. A ellos y a aquellas personas como Domingo de Subildegi o Maria Baztan de La Borda, quienes, por usar la jerga inquisitorial, prefirieron ser relajados en persona, es decir, quemados vivos, a confesar lo que nunca hicieron. Y a quienes confesaron también, porque también fueron víctimas.

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